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Antonyo Marest | El Hundimiento

El artista Antonyo Marest presenta una reflexión crítica sobre la gran obra realizada por el ser humano en los últimos años: LA CRISIS.

La figura geométrica fetiche del artista urbano se apodera de todo en representación del hundimiento en el que se encuentra la sociedad actual. En su reflexión, Marest no busca los culpables de nuestro“hundimiento” económico, social y moral, sino que intenta abrir los ojos al mundo para lograr una reacción desde la consciencia de la realidad.

Con un mensaje inconformista e irreverente, el artista presenta 18 piezas que fusionan la pintura con todo tipo de materiales reutilizados. Cada obra lanza un mensaje lleno de ironía, presentando los hundimientos que hemos ido sumando: educación, sanidad, cultura… A esta serie, bajo influencias arquitectónicas y del postgraffiti, le acompañan varias instalaciones escultóricas que invitan al espectador a ser partícipe de un desastre que hemos propiciado de manera activa o pasiva.

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Cuanto más nos hundíamos, ellos más altos parecían.

 

Los culpables yacían en la pantalla. Así los de bajo podíamos seguir salivando y sin movernos. Hacíamos filas en la calle para lamernos las heridas mientras los contemplábamos. 

Los ancianos decían que eran las pirámides de nuestra generación. Emergieron tres cada año, como cascos de barcos sepultados en cuerpos inertes.

Mientras hablaban nos alimentábamos de su esputo, porque el de al lado también lo hacía.

Desde allí se podía ver la mejor panorámica de donde se alzaban los 18 monolitos, eran como cabezas que emergían de la tierra levantadas con nuestros miembros.

La perspectiva era unánime, estaban construidas para verse desde bajo y siempre en el mismo ángulo.

Una vez, nos arrancamos los ojos para contemplar su belleza desde arriba, pero allí sólo llegaba el olor de la sangre, tibia y con sabor a metal.

Los niños cantaban sus anuncios favoritos desde dentro de las vigas. 

Esa urbe reflejaba nuestra naturaleza.

 

Cuanto más nos hundíamos, ellos más altos parecían.

 

Miré de frente nuestra obra errática, y noté cómo el ácido que las hacía latir era el mismo que se extendía por mis capilares. Laceré casi por rutina, para dar vueltas al carrusel de recuerdos enfermos. Eso me tranquilizó y pude seguir construyendo.

Las rutas de cada hormiguero circulaban de boca en boca, pero siempre con apostillas de terceros. Culpamos un rato más a los de arriba, que seguían inmóviles en la pantalla.

Siempre hubo lobos esteparios, pero hasta ellos también bombeaban.

 

Cuanto más nos hundíamos, ellos más altos parecían.

 

Seguían creciendo mientras se descomponían.

Era hipnótico, visceral y depravado, casi romántico.

Si aguantabas la respiración, como para bajar más abajo del miedo, podías bucear entre sus cimientos. La visión más onanista del demiurgo, algunas mandíbulas aún sonreían en los viseles, para recordarnos que se requiere destreza apuntalando con carne de otros.

Constantemente seguíamos sedimentando con una coreografía mecánica y hermosa, como deben hacer nuestras células.

Su sabor era como el nuestro.

Una erección de óxido con las venas de los demás. Faraónicos, hieráticos, era como un altar de vergüenza observándonos con mirada solemne. Regurgitándose para hacerse más y más grandes.

Yo también bombeaba en la oscuridad, y sabía que los demás también lo hacían, pero mientras nadie preguntase podíamos seguir verborreando sobre cualquier títere.

Ese era nuestro legado, nuestra obra.

Obituarios perennes a nuestra imagen y semejanza.

 

Y cuanto más nos hundíamos, ellos más altos parecían.

 

 

Fragmento del capítulo VI de un libro de economía no escrito.

Manuel Portillo

 

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Con la colaboración de PAC